domingo, 20 de junio de 2021

LA BITÁCORA DE LOS ARCANOS. Las mozas de Villarbón.




Dedicado especialmente a mis compañeros de fatigas musicales, ensayos, conciertos y aventuras, Begoña, Loli, Fidel y Luis.

Hace algún tiempo, tras disfrutar de una maravillosa ruta de montaña por los incomparables Ancares, me aconteció un hecho singular; uno de esos que te marcan y pasan a engrosar esa biblioteca personal de experiencias inolvidables que todos custodiamos. 

Me había deleitado con una cerveza helada en Candín mientras recordaba y escribía notas desordenadas sobre la excursión recién finalizada y ya, relajado en el coche, me puse a escuchar canciones de mi querido grupo Plaza Mayor. No suelo hacerlo, porque normalmente ensayamos todas las semanas y no quiero correr el riesgo de cansarme de nuestras propias canciones. Pero este estado de desesperante inactividad a que los artistas y todos en general, nos hemos visto sometidos, me hizo recordar que echaba de menos a mis compañeros y nuestra música. Así que, aleatoriamente, las tonadas de nuestros discos comenzaron a sonar y me sumergí en un pequeño trance.

No llevaba muchos kilómetros recorridos y los primeros arpegios de "Las mozas de Villarbón" se expandían a través de las ventanillas abiertas, cuando algo hizo que me detuviera a un lado de la carretera. No podía ser cierto lo que acababa de ver fugazmente. ¿Qué posibilidades había? ¿Una entre cien mil? ¿Una entre un millón? No lo sé, el caso es que di marcha atrás muy despacio y con mucho cuidado, para comprobar si mis sentidos no me engañaban. Me detuve ante un cartel indicador de madera, que apuntaba hacia un camino y que contenía la leyenda: "VILLARBÓN". Pestañeé varias veces, la boca entreabierta, inmóvil, la canción sonando... y recordé...

Siempre fue nuestra preferida. Los arpegios, los acordes, las armonías vocales... nos quedaba siempre tan bien... Ninguno de nosotros había estado nunca en el Villarbón de aquella canción, que llegó a ser casi mitológico. Tampoco recordábamos bien cómo había llegado hasta nosotros, pero nos preguntábamos si lo que decía la letra sería cierto y cosas así. Quizá haya gente que lea estas líneas y esté familiarizado con esta zona y estos pueblos, pero para nosotros era un bonito y sugerente misterio.


Enfilé aquel camino y, tras un buen rato de subida por pistas y trazados casi impracticables, salvo para un todo terreno (y con pericia), otro cartel de madera me dio la bienvenida. Las primeras casas de Villarbón estaban delante de mí. Dejé el coche donde pude; no quería vulnerar sus calles con el burdo ruido de un motor. Al oírme, una perrita de raza indeterminada se plantó en medio de la entrada, cual cancerbera defendiendo un tesoro y tenía toda la razón, como instantes más tarde pude comprobar. "Afortunadamente", su dueño salió al oír los ladridos. Pelo largo, unos años más joven que yo, más o menos, con ropa de andar enredando en el huerto. Me pidió disculpas, sonriendo quizás por el exceso de celo protector de una mascota tan poco intimidante. Le comenté, un poco por encima, por qué había subido hasta aquellos lares. Se sorprendió, pues conocía de sobra la canción. Su madre había nacido y fallecido allí y ahora él era el único habitante. No quise molestarle mucho así que me adentré en aquél lugar mágico. Salvo dos o tres construcciones que habían sido rehabilitadas, el resto de las casas habían sucumbido al paso del tiempo y sus muros y techumbres habían sido engullidas por una selva de castaños, cerezos, hayas, robles, acebos... y, por supuesto, zarzas y ortigas. Lo empinado de sus calles me pilló canturreando aquella letra, que por fin cobraba vida... 
"las mozas de Villarbón, todas coxean de un pe, ye por culpa del terreno que non poden ponelo bien. Por eiquí vai un camiño, por eiquí vai un sendeiro, por eiquí vai un camiño dereitiño ao fiandeiro". 
Me senté sobre los restos de una muria para disfrutar de la indescriptible belleza del paisaje. Desde aquella altura se podía contemplar toda la comarca y, a lo lejos, los Montes Aquilanos. En el fondo del valle discurría agreste pero tranquilo, ajeno a mis tribulaciones, el río Ancares.

No sé cuánto tiempo permanecí sentado, mucho seguramente, poco en cualquier caso. Cuando mi espíritu entendió que no podía absorber nada más de aquel entorno, mi cuerpo se puso en pie con la intención de, tristemente, seguir con mi vida. Digo tristemente porque aquel suave atardecer de primavera invitaba a quedarse para siempre. 

Golpeé con los nudillos en la puerta, quería despedirme. 

    -No hombre no, cómo te vas a ir ya -Darío, que así se llamaba, salió con una jarra de barro, dos vasos de los de culo gordo, un chorizo, un cacho de hogaza y una navaja- quédate un ratín a tomar un vino, no me jodas.

 -Pues no me lo digas un millón de veces -respondí sonriendo, convencido por sus irrefutables argumentos.

    -Mira, prueba, este vino. Es de Cabañas Raras, lo hace un pariente mío. Y el chorizo, ya sabes que aquí en el Bierzo el cerdo se cría con castañas.

Aquel vino no podía estar más rico, pero el chorizo era de otro universo. Seguramente no había en el mundo nada más delicioso en aquel preciso punto del espacio tiempo. Hablamos y hablamos y me contó que se había quedado en el paro por culpa de crisis y pandemias. Que tenía esposa y dos hijas. Que vivía en Ponferrada pero que se venía a Villarbón a pasar temporadas cuando se agobiaba por la situación.
Resultó que teníamos amigos comunes de la infancia, cuando yo vivía en Ponfe, que era pariente de Pepín Folgueral, el de la confitería, que había estudiado con Guillermo el de los Talleres Seoane. Me explicó que Villarbón venía a significar, más o menos, un falso llano o ladera que es bueno (villar es falso llano en una ladera de una montaña).

Hablando sobre la canción, me aclaró que un fiandeiro era el lugar donde se reunían las hilanderas casaderas para hilar, pero también para cantar y contar historias. Me contó que se veían lobos y, excepcionalmente, también osos. Me hizo mucha gracia la anécdota de que un día, al amanecer, se encontró con un oso, acomodado panza arriba entre las ramas de un cerezo, degustando las jugosas cerezas directamente cortando las ramas y pasándoselas entre las fauces, como si de un pincho moruno se tratase. 

Cuando se terminó el chorizo sacó unos filetes con patatas fritas que se estaba preparando para cenar y así, con un poco de apuro por mi parte, seguimos charlando de todo un poco, hasta que reparé en que tenía más o menos dos horas de carretera de vuelta a casa.

Ya anocheciendo, me despedí de Darío Folgueral, un berciano de pura cepa con la hospitalidad por bandera. Un paisano entrañable al que debo un disco de Plaza Mayor y un ejemplar de "El miserere olvidado", tal y como le prometí.

Cuando vas conduciendo y te pierdes en la inmensidad de la noche y los kilómetros, tu mente se evade y comienza, quizás ayudada por el vino de Cabañas Raras, a elucubrar libremente. Quizás todos los acontecimientos que estamos viviendo tengan un lado bueno. Quizás el de saber apreciar aquellas cosas que tanto echamos de menos. Quizás Villarbón me haya hecho darme cuenta de lo mucho que añoro la música, los ensayos, los conciertos y, como no, a mis compañeros. Quizás no sea un quizás, por que en realidad soy plenamente consciente de que, de todas las cosas que he hecho y hago en mi vida, la música es la que me ha proporcionado el mayor número de momentos inolvidables.

Va por vosotros Bego, Loli, Fidel, Luis, Bardal, Dani, Óscar, Mario, Ramón, Rury, Arturo, Marce... y un largo etc.


Senén Villanueva Puente

Disfruta del momento, aunque parezca real


P.D. Os dejo ahí arriba la canción, en homenaje a todas las personas que, a lo largo de los siglos vivieron, trabajaron y amaron en Villarbón.


lunes, 15 de marzo de 2021

LA BITÁCORA DE LOS ARCANOS. El Castillo de Sarracín y la leyenda de las cien doncellas.

Tuve que aparcar en Vega de Valcarce, porque una señora muy amable me advirtió: "non se te ocurra subir con el coche que vas caer patas arriba por el desprecipicio p'abaixo". 

No me importó en absoluto; la subida era tremendamente empinada pero estas cosas hay que vivirlas.

A medida que me acercaba, las imponentes murallas me recordaban que esta fortaleza había visto más de mil años de historia discurrir ante sus piedras. 

Ya el Califa Omeya "Muza", en 714 había arrasado la edificación, reconstruida de nuevo tras la reconquista, sobre 850, por el Conde Gatón, quien la nombró como a su hijo, Sarracino.

Al atravesar la puerta sentí que viajaba al pasado y, al pasear por entre sus muros y paredes, algunos sostenidos inexplicablemente en precario equilibrio sobre  la roca, reviví batallas devoradoras de almas. Me asomé al vacío desde todos los rincones posibles e imaginé vidas pasadas. A mis pies, bosques cubiertos de blanco pálido, quizás melancólicos de tiempos primitivos, con certeza más gloriosos.
Me senté con los pies colgando al vacío y cerré los ojos, dejándome envolver por el embriagador silencio de la naturaleza. Entonces entré en trance y lo vi todo. 
En mi maravillosa hipnosis, vi huestes musulmanas acercarse desde la Vega, a reclamar el tributo de las cien doncellas. Los campesinos de los alrededores se agolpaban intramuros con sus hijas, suplicando protección a los señores del castillo, los Valcarce. Las madres gritaban, los padres maldecían, las efebas temblaban.


Los Sarracenos ansiaban su prebenda y amenazaban con sus alfanjes entre arengas y oraciones ininteligibles. Todo indicaba que la situación terminaría en tragedia, hasta que los cinco hermanos Valcarce, dispuestos a darlo todo por sus gentes, abrieron el portón y se plantaron en el angosto acceso sin más armas que cinco gruesas estacas. A una orden del caudillo del turbante, varios soldados se lanzaron al ataque. Los Valcarce rechazaron el intento a estacazo limpio, hendiendo cabezas y quebrando miembros, ante el alborozo de los suyos. Una segunda arenga siguió la misma suerte. Los hermanos se habían hecho fuertes en el estrecho camino sin mucha pinta de dejar pasar alma viva.

Tras dos intentos más sin éxito, los moriscos desistieron, quedando el acontecimiento grabado en la memoria de los lugareños y dejando para siempre cinco estacas en el heráldico de los Valcarce y en el emblema de Vega de Valcarce. Embrujado por el hechizo de Sarracín, emprendí el descenso de vuelta al presente, no sin antes volverme para contemplar los últimos vítores de los campesinos a sus héroes. Habían salvado a las cien doncellas tan solo con unas estacas de madera y, eso sí, mucha bravura.

 










Senén Villanueva Puente