lunes, 15 de marzo de 2021

LA BITÁCORA DE LOS ARCANOS. El Castillo de Sarracín y la leyenda de las cien doncellas.

Tuve que aparcar en Vega de Valcarce, porque una señora muy amable me advirtió: "non se te ocurra subir con el coche que vas caer patas arriba por el desprecipicio p'abaixo". 

No me importó en absoluto; la subida era tremendamente empinada pero estas cosas hay que vivirlas.

A medida que me acercaba, las imponentes murallas me recordaban que esta fortaleza había visto más de mil años de historia discurrir ante sus piedras. 

Ya el Califa Omeya "Muza", en 714 había arrasado la edificación, reconstruida de nuevo tras la reconquista, sobre 850, por el Conde Gatón, quien la nombró como a su hijo, Sarracino.

Al atravesar la puerta sentí que viajaba al pasado y, al pasear por entre sus muros y paredes, algunos sostenidos inexplicablemente en precario equilibrio sobre  la roca, reviví batallas devoradoras de almas. Me asomé al vacío desde todos los rincones posibles e imaginé vidas pasadas. A mis pies, bosques cubiertos de blanco pálido, quizás melancólicos de tiempos primitivos, con certeza más gloriosos.
Me senté con los pies colgando al vacío y cerré los ojos, dejándome envolver por el embriagador silencio de la naturaleza. Entonces entré en trance y lo vi todo. 
En mi maravillosa hipnosis, vi huestes musulmanas acercarse desde la Vega, a reclamar el tributo de las cien doncellas. Los campesinos de los alrededores se agolpaban intramuros con sus hijas, suplicando protección a los señores del castillo, los Valcarce. Las madres gritaban, los padres maldecían, las efebas temblaban.


Los Sarracenos ansiaban su prebenda y amenazaban con sus alfanjes entre arengas y oraciones ininteligibles. Todo indicaba que la situación terminaría en tragedia, hasta que los cinco hermanos Valcarce, dispuestos a darlo todo por sus gentes, abrieron el portón y se plantaron en el angosto acceso sin más armas que cinco gruesas estacas. A una orden del caudillo del turbante, varios soldados se lanzaron al ataque. Los Valcarce rechazaron el intento a estacazo limpio, hendiendo cabezas y quebrando miembros, ante el alborozo de los suyos. Una segunda arenga siguió la misma suerte. Los hermanos se habían hecho fuertes en el estrecho camino sin mucha pinta de dejar pasar alma viva.

Tras dos intentos más sin éxito, los moriscos desistieron, quedando el acontecimiento grabado en la memoria de los lugareños y dejando para siempre cinco estacas en el heráldico de los Valcarce y en el emblema de Vega de Valcarce. Embrujado por el hechizo de Sarracín, emprendí el descenso de vuelta al presente, no sin antes volverme para contemplar los últimos vítores de los campesinos a sus héroes. Habían salvado a las cien doncellas tan solo con unas estacas de madera y, eso sí, mucha bravura.

 










Senén Villanueva Puente