lunes, 20 de agosto de 2018

LA BITÁCORA DE LOS ARCANOS. El Túnel número 20.

 No soy una persona escéptica. Desde niño siempre he tenido una tendencia inclinada hacia la aceptación de ciertas realidades que nos resultan difíciles de comprender. Esto no significa que dé por buena la inmensa montaña de patrañas e invenciones con las que, con el único fin aumentar la audiencia, nos intentan drogar a través de los medios de comunicación.
Me resulta simplemente ridículo pensar que sólo existe lo que podemos captar o explicar, cuando un perro doméstico normal y corriente puede percibir, a través de su olfato, una gama de olores inmensamente más amplia que un ser humano. Qué decir de los animales que captan frecuencias de sonidos o colores que nosotros ni siquiera somos capaces de imaginar.
Creo a pies juntillas que lo que conocemos y podemos explicar es una mera pompa de jabón minúscula perdida en todo un universo desconocido que la rodea. 
Aun así, he de reconocer que mis creencias no se basan en experiencias vividas pues, salvo en contadísimas ocasiones (hoy hablaré de una de ellas) no he tenido la suerte de toparme, en persona, con ninguna circunstancia llamemos… inexplicable a todas luces. Mis convicciones se basan en la pura lógica y que me perdonen algunos de mis buenos amigos. Sí, en una lógica aplastante. ¿Cómo es posible pensar que sólo existe lo que percibimos? Desde el punto de vista de la lógica resulta insultantemente ridículo.
Con estas ideas revoloteando por mi cabeza, aparqué mi coche en las cercanías de la estación de Torre del Bierzo, con el fin de visitar el sitio exacto donde, el día 3 de enero de 1.944 tuvo lugar el horrible accidente en el que perdieron la vida entre 500 y 800 personas, según los últimos estudios, aunque la dictadura franquista dejó la cifra oficial en 78.
Mi objetivo, el de siempre: sentir algo diferente.
El correo-expreso nº 421, procedente de Madrid y con destino La Coruña, por problemas en los frenos, no pudo detenerse en el apeadero de Torre del Bierzo y entró a toda velocidad en el túnel número 20, unos metros más adelante, estrellándose en su interior contra una máquina de maniobras. A consecuencia del brutal impacto, se declaró un incendio en el interior del túnel. Para mayor desgracia, un tren carbonero que subía en dirección contraria, a pesar de las señas del maquinista de maniobras que había sobrevivido al primer choque, no pudo detenerse y fue engullido por aquel infierno, produciéndose una segunda colisión en la que también falleció, de rebote, el operario que trataba de avisarles.
El túnel ya no existe. Las vías siguen pasando por el mismo lugar, pero esa curva ahora es una trinchera. Se pueden apreciar todavía los indicios paisajísticos de la montaña que existía encima.
Paseé por el andén vacío con la mirada siempre fija en la fatídica curva, tratando de imaginarme la descomunal escena… el tren pasando a toda velocidad por delante de mí y siendo engullido por la oscuridad de aquella montaña… entonces observé que, desde un camino cercano, tres mujeres de avanzada edad se acercaban paseando en chándal, sumidas en una alegre conversación. No me pude contener y las abordé comentando que hacía un día precioso para caminar (en realidad la mañana era gris, triste y plomiza).
—Tú necesitas gafas, rapaz —respondió sonriendo, con un fortísimo acento gallego, la que parecía más joven.
Les expliqué el motivo de mi estancia allí y la más bajita, también la más mayor, tomó rápidamente la palabra, tornando bruscamente su gesto alegre en un rostro que pareciese haber sobrevivido a una guerra.
—Yo era una niña… salimos todo el pueblo a ayudar… la gente sacaba agua del río con todo lo que tenía a mano, cubos, bolsas, garrafas…
Hizo una pausa para poder respirar; por su pómulo resbalaba una lágrima.
—Se oían gritos horribles dentro del túnel… también disparos. Unos decían que eran las armas de los soldados que iban en el tren, que con el calor se disparaban. Otros decían que simplemente se suicidaban para no morir quemados. Mi padre contaba que por entre las rendijas de los vagones salía la grasa derretida de las personas…
Entonces empezó a hacer gestos con la mano como que no le llegaba el aire para poder seguir.
—Tranquila —traté de reconfortarla—, no hace falta que me cuente más.
—No, no pasa nada… —volvió a realizar una profunda inspiración al tiempo que se enjugaba las lágrimas.
—Poco más le puedo contar. A los niños no nos dejaron estar allí mucho tiempo. Eso sí, cuando nuestros padres se despistaban salíamos de las casas y veíamos cómo sacaban los cuerpos carbonizados (Torre del Bierzo fue construido todo él mirando hacia la estación, en el fondo del valle).
Las tres mujeres se alejaron vías arriba; las dos más jóvenes abrazando y consolando a la otra. Me sentí mal por haberles hecho revivir aquellas terribles escenas.
Dado que aproximarme al lugar del accidente caminando por las vías es ilegal, además de tremendamente peligroso, tomé un camino que parecía ascender hasta la parte superior de la trinchera, para así poder tener una panorámica desde lo alto. El sendero, tras unos minutos de ascenso, inesperadamente descendía entre la maleza, en pronunciada pendiente, hacia las vías. Comencé a encontrarme mal, de repente. Mientras bajaba, una inmensa sensación de angustia y nerviosismo me invadió. Tras un buen rato de camino entre matorrales me encontré, de bruces, a escasos cuatro o cinco metros del lugar de la tragedia. Me situé al borde de un muro de unos tres metros de altura y allí, delante de mí, el punto fatídico de la curva. Me encontraba en el lugar donde cientos de personas habían perdido la vida sufriendo horriblemente. Tres o cuatro arcadas vacías convulsionaron mi cuerpo, supongo que como consecuencia del nerviosismo. La tristeza que me atenazaba era tal que me temblaban las piernas y me tuve que sentar unos minutos. Aquellas sensaciones no me abandonaron durante el rato que estuve allí; sólo cuando me fui se fueron disipando, gradualmente, a medida que me alejaba.
Es evidente que todo lo que sentí podría haber sido producido por la sugestión. La conversación con las mujeres pudo, sin darme cuenta, mentalizarme para esas sensaciones. ¿Podría estar predispuesto? Por supuesto que sí. Es incuestionable que todo lo que nos rodea nos impregna y predispone. Sin embargo yo creo que no es eso lo que me ocurrió. He estado en muchos lugares parecidos, con una predisposición mucho mayor y no he sentido nada digno de mencionar.
No soy un médium ni un vidente ni nada parecido. Simplemente pienso que, en aquel momento, por motivos que no puedo comprender, conecté con el malestar que, sin lugar a dudas, permanecerá para siempre en aquel lugar, nada más. 
¿Acaso suena tan descabellado?

Senén Villanueva Puente










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