lunes, 19 de diciembre de 2016

LA BITÁCORA DE LOS ARCANOS. El sepulcro de la Iglesia de la Magdalena.

Zamora tiene el encanto de los lugares donde hay poca gente. Paseando por sus empedradas calles, llegas a sumirte en la ilusión de que a nadie se le ha ocurrido antes pasar por allí.
Nada más lejos de la realidad, pues yo sólo soy uno de los muchos que han sucumbido al encanto de sus misterios. Cuando llegué, la iglesia estaba cerrada con una gruesa cadena y un enorme candado; un pequeño letrero aclaraba que el horario de apertura comenzaba a las 16:30, así que me acerqué a un bar cercano a tomar un café.
Me lo sirvió un chico joven, contrariado; le estaba interrumpiendo el Barca-Madrid. Me sorprendió que vistiese una camiseta con un dibujo de los monumentos más importantes de la ciudad.
En una mesa, el único cliente, un anciano que también observaba la televisión, comentaba con él, a voces, las incidencias del encuentro.
—¿Sabes si abren puntuales la iglesia de la Magdalena? —pregunté apoyando el codo sobre la barra.
—No sé qué iglesia es esa —respondió sin apartar los ojos de la repetición de la jugada.
Hice ademán de aclararle que se trataba de la iglesia de enfrente, pero ¿para qué?
Como ya eran las 16:30, apuré el último trago de aquel café intragable y me fui.
Según diversas investigaciones, este templo se relaciona con los Hospitalarios, los Templarios y también debió pertenecer a la Orden de San Juan de Jerusalén hasta el siglo XIX.
La leyenda popular dice que si no ves al obispo labrado en su puerta meridional no te casas, así que lo busqué y lo encontré, nunca se sabe...
Una vez dentro, sentí el frío, la penumbra y el recogimiento de los templos románicos. A la izquierda, la guardesa, una chica, seguramente licenciada en historia del arte, sentada en un pupitre, leía bajo la luz de un viejo flexo. Tenía intención de hacerle varias preguntas, pero como ni siquiera se dio cuenta de mi entrada, decidí no molestarla y continuar mi visita.
Traté de dejar la causa de mi estancia allí para el final, pero no fui capaz. Se veía nada más entrar. Me puse muy nervioso. Llevaba tiempo deseando tocar aquel sepulcro.
Casi pegado al baldaquino del lado del evangelio se encuentra el espectacular monumento funerario levantado en memoria de una dama cuya identidad sigue siendo un misterio.
La tapa del sarcófago tan solo se decoró con una cruz, pero sobre él se construyó un dosel pétreo que resulta realmente impactante.
En la superficie del muro que queda a cubierto del dosel se colocaron varios relieves en los que se escenifica el tránsito del alma de la difunta hacia el cielo.
¿Quien era aquella dama? se ha especulado que pudiera ser Doña Urraca de Portugal, hija del primer rey portugués Alfonso I Enríquez y esposa de Fernando II de León y se han barajado otras candidatas.
Para mí, como para muchos otros románticos, se trata del sepulcro donde se encuentran los restos de María Magdalena, la esposa de Jesús de Nazaret.
No tengo ningún argumento científico que apoye mi teoría, además del nombre del templo, pero quiero pensar que se trata de un enigma por algún motivo de peso.
No es que yo sea muy religioso, pero siempre me han fascinado los personajes de la Biblia y, en particular, María Magdalena, porque estoy convencido que la imagen frívola y de mujer de mal vivir que siempre nos han intentado transmitir, es totalmente falsa.
María Magdalena representa el verdadero valor y poder de la mujer en la historia de la humanidad. Su fortaleza, su resistencia y tenacidad ante la dura adversidad de siglos y siglos de brutal machismo. "Woman is the nigger of the world" decía John Lennon, resumiéndolo en una frase histórica.
Me gusta creer en teorías extraordinarias que den realmente importancia a los misterios de la vida.
¿Por qué no creer que, allí, delante de mí, en aquel bello sepulcro, se encuentran los restos de la verdadera autora del cuarto Evangelio? ¿Por qué no creer que, en lugar de Constantinopla o Francia, en un quiebro inesperado de la historia, alquien los trajo en secreto hasta la Iglesia de la Magdalena de Zamora?
Soy un iluso, lo sé, pero no puedo ser de otra manera, porque mi espíritu, como el de otros muchos, se alimenta de ilusiones.



Senén Villanueva Puente

















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